De Ríos y de Truchas. Y de Pesca a Mosca. Y de amigos mosqueros.

Aquí se plasmarán todas esas ideas, sensaciones y vivencias de un pescador a mosca y de su grupo de compañeros.

Su finalidad es tratar de inculcar que la pesca a mosca puede llegar a ser una forma de vida.

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jueves, 29 de agosto de 2013

NO. NO FUÉ UN SUEÑO …

          Hoy, mi onomástica. Un año avanzado el medio siglo.

Me apetecía exponer algo muy especial, quizás cosecha propia.

Más prefiero un relato de mi maestro.

El relato de un grandísimo mosquero, de esos que llegan al alma y al corazón.

Espero disfrutéis con su lectura….


No, no fue un sueño.


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Glaciar de hielos milenarios: Campos de Hielo Norte.


Creo haber dicho que narraría lo sucedido con una bella trucha en el LOU LAKE, como colofón de uno de los muchos viajes que suelo hacer por los campos de Hielo Norte. Resumido y retocado, acá está.

Cosa de un par de años antes mi amigo Javier vio una “aterradora” trucha en ese lago y cometió el error de contármelo. Desde esa fecha intenté con frecuencia encontrarla sin conseguirlo jamás, salvo un día de principios de temporada: desde la lejana orilla opuesta confirmé la noticia de Javier: pese a la distancia ¡qué lomo, qué aletas…! Por ello en esta ocasión, y antes de regresar a Coyhaique, decidí probar fortuna por enésima vez.

Mucha es la distancia, y peor carretera, la que existe desde los campos de glaciares hasta el legendario lago, pero no hay prisa: me basta llegar a la hora de cenar y dejar la pesca para el siguiente día porque pernoctaré en el auto; ventajas de no tener a nadie que me espere. 


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Malos caminos…pero qué bellos.


Y así fue: alcanzado el punto más cercano al Lago hago una frugal cena en mi Delica, extiendo el saco de dormir y me quedo largo rato contemplando los millones de estrellas del inmaculado cielo patagón, presididas por esa hechizante constelación que es la Cruz del Sur. Mi mente quiere pensar que la historia se repite: ¿cuántas veces habré estado en tal situación?

Cuando amanece, después de un apresurado desayuno, cojo el patito, las aletas, la caña y todo lo demás para trepar por un cerro intrincado, desde cuya cima bajo a “tumba abierta” hasta la orilla del lago. Larga lucha contra las ramas del bosque que insisten en quedarse con el pato, las aletas y hasta con mi piel; resbalones numerosos; palabritas nada ortodoxas, y al final de dos horas de camino me encuentro con la sorpresa de un lago radiante, sereno, sin viento: es una promesa pocas veces concedida. Con tal calma será más sencillo localizar esa quimera. 


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La isla del relato.


Logro cruzar el tramo hasta la isla donde había sido avistada la “ballena” sin el menor contratiempo y allí desembarco, varo el pato lejos y lo ato a una piedra: ¿qué pasaría si se lo lleva el vendaval? Nada malo: moriría junto a Ella.

Me sumerjo entre unas gruesas rocas a esperar la improbable aparición de tal dama. 

-¿Vivirá? –pienso. 

Tengo esperanzas de que así sea dado lo poco accesible del lugar: los escasos pescadores de a pié que por aquí discurren no pueden alcanzarlo y las lanchas tienen poca profundidad para acercarse, so pena de romper las hélices contra el somero fondo, además de ir precedidas por una escandalosa música que ahuyentaría al más tonto de los peces.

La optimista hipótesis será una ayuda para resistir las quizá largas horas que deberé aguantar. 

En el transcurso de la jornada hay varias apariciones nada desdeñables, pero por temor a espantar a la que tanto deseo decido no realizar lance alguno.

 Hice mal, porque la tarde agoniza; la luz se va y con ella se van mis esperanzas de tan deseado encuentro. 

Cuando salgo del lago minutos después, angustiado ante el temor de que Ella no viviese, voy subiendo la pendiente y sopesando la posibilidad de no marcharme al día siguiente.

Si dispongo de provisiones, de un confortable lecho y mantengo las eternas ilusiones que han sostenido mi pobre vida, pues ¡mañana…!


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Si dispongo de provisiones, de un confortable lecho…
Al fondo el cerrito de los coj…


Y mañana amanece con sol también, pero una brisa ondula la superficie del lago. Con los reflejos que se producen divisar los peces resulta complicado, máxime sin disponer de gafas polarizadas, pero su magnífico tamaño me da cierta seguridad de localizarla y de disponer de tiempo suficiente para lanzar sin asustarla. 

La travesía hasta la isla es más movida que en la jornada anterior por causa del dichoso vendaval que, además, parece ir en aumento; navegar en un patito con el viento en contra no resulta nada sencillo ni hay garantías de no bañarse: algunos sabréis que las olas acostumbran a romper contra el flotador y hasta saltan por encima del navegante.

En la Isla ocupo el mismo puesto de espera de ayer; en él estoy algo resguardado de la “brisita” que hiela los huesos. 

Pienso en los turistas pescadores que nos llegan imaginando lo sencillo que les resultará sacar un gran pez en Aysén… ¡Ignorantes!

Así se presenta la situación: al ser frontal el aire, mi mosca será rápidamente arrastrada hasta la misma orilla. Por ello, si nada más divisarla lanzo de inmediato, ese empuje hará que la trucha no vea la imitación al encontrarse ambas muy distanciadas entre sí. 

Mas si lanzo tarde es casi seguro que la asustaré con el golpe del mosco y la oportunidad se esfumará. Lanzar suavemente contra el viento una pesada imitación no me es posible dada mí maestría. 

Por si fuese poco, las dos cuartas de agua que hay por delante del lugar de espera aumentan las dificultades de posar silenciosamente con garantías de éxito, máxime sobre un sabio pez: ¡dichoso viento…!

Pasan quizá las mismas truchas del día anterior y a punto estoy de intentar pescarlas, pero… Tengo que ser porfiado y aguantar hasta el final; yo no he venido para pescar “pequeñeces” como los son esas tentaciones. Dos o tres cuartas de pez: ¡bah…! Ante tales infantiles pensamientos me sonrío.

Hago una temerosa prueba para saber lo que aguanta la mosca a unos tres metros de la orilla antes de ser arrastrada a mis pies por el oleaje: no transcurren más de unos treinta segundos. 

Tendré que lanzar más lejos para alargar su permanencia en zona favorable, si es que aparece mi sueño; y ello resulta peligroso, pues de tal manera la propia línea deberá pasar por delante de sus morros.

Transcurren las horas. El sol se acerca al horizonte; la luna le sigue sumisa y silenciosa: 

¡mi trucha no aparece! 

Cuando estoy pensando en abandonar la espera algo me paraliza: una enorme aleta surge como por encanto a unos diez metros:

¡Seguro! ¡Es Ella! 

Su trayectoria transcurre paralela a la orilla, pero acercándose cada vez más a la misma. 

Me hundo entre las rocas que me protegen para pasar inadvertido, con el dilema de lanzar ya o esperar un poco más. 

Mis nervios me traicionan: lanzo a destiempo al presumible punto de su recorrido y el viento favorece al pez arrinconando mi mosca en las mismitas piedras de la isla:

 ¡seré idiota!

¿Y ahorita? ¿Lanzar otra vez sobre ella ahora que se encuentra en el justo lugar? ¡Ni hablar! ¿Pasar la línea sobre ella? ¡Pero hombre…! eso es una locura. ¿Esperar para ver si regresa de nuevo a mi zona? 

Bueno: vive y si no la pesco al menos he disfrutado al ver tan magnífico ser. 

En los breves instantes que suele mirar hacia mí puedo contemplar el blanco de su garganta y los movimientos de sus ojos: nos separan unos tres metros, pero ella sigue el paseo alejándose de su enamorado, por cierto más y más nervioso a cada segundo que pasa: ¡se va! No me queda otra opción que la resignación porque cualquier movimiento para lanzar será indudablemente detectado. 

Espero mucho tiempo su posible regreso. Sospecho que es demasiado pez para un necio como yo. 

Casi feliz de no haberla molestado, liberada mi conciencia de tan perversa jugada, me levanto de mi escondite dispuesto a regresar al auto antes de que la oscuridad haga aun más complicada la maratónica vuelta. 

¡Otro día será!

¡Quieto! repite la voz del subconsciente: la grandiosa aleta regresa casi por el mismo camino que había recorrido al alejarse. 

Me sepulto con tal vehemencia sobre las rocas que mi columna protesta, pero resulta evidente que en semejantes circunstancias no estoy dispuesto a escucharla. 

El pez viene hacia mí paralelo a la orilla y a un metro de la misma. Busca ninfas entre las piedras: ¿se interesará por un mosco seco? 

No puedo pensar con claridad y lanzo bastante desplazado a la izquierda a unos cuatro metros lago adentro; inclino la caña horizontalmente para disminuir el riesgo de que la vea. 

Los brillos de los barnices de las cañas realzan su belleza, pero no me gustan nadita.

Tal como lo he previsto, el viento empuja hacia la orilla a la mosca. La trucha se mueve con desesperante parsimonia, pero tengo esperanzas de que se logre un oportuno punto de conjunción. 

Hay momentos que la mosca tiene más velocidad de la necesaria, mientras que ella se entretiene en mover piedras para cazar ninfas: se demora el desenlace de la novela. Yo tirito y no creo que sea por frío… 

Por el poco fondo existente queda al descubierto su enorme cuerpo por encima de la línea lateral. Hasta hay momentos que el pez pierde el equilibrio por falta de profundidad: ¡qué belleza! 

Decir que yo pienso es decir tonterías: 

¿soy yo el que está allí? No, me he convertido en una cosa material sin pensamiento alguno, como esas piedras que hieren mi retaguardia.

Cuando falta menos de un metro para el decisivo encuentro, el pez se detiene:

¿habrá descubierto el engaño? Verme a mí es imposible: yo no existo, seguro que estoy desmaterializado… Hasta he perdido el sentimiento de persona.

¡Por fin arranca de nuevo! Ya es seguro que puede ver la mosca: ambas no están separadas por más de tres cuartas. Incertidumbre: parece ignorarla. 

¿Qué hacer para incitarla a probar ese manjar? Me juego la baza al azar: unos sutiles tironcitos de la línea con la mano izquierda, sin mover la caña, producen unas ondas insignificantes en las olitas del agua. 

La trucha no demuestra prisa alguna pero gira bruscamente su cuerpo y pone rumbo hacia el engaño. Se acerca; abre su boca y, finalmente, ¡lo toma! 


Trucha volteando 2
Trucha volteando…


Al sentirse trabada, como si se tratase de un huracán, levanta una cortina de agua que moja mi cara. 

El carrete chirría y mi mano izquierda no es capaz de dar la cantidad de aparejo a la velocidad que Ella desarrolla: el puntal de mi Sage toca el agua.

Esas posturas de la caña recta con la línea conducen casi siempre a la rotura pero, milagrosamente, consigo recuperar la verticalidad: me sigue ayudando el dios de las aguas.

Al llegar a una veintena de metros lago adentro, el pez salta como un delfín y, apoyado sobre su cola, mueve la cabeza con violencia en un intento de soltar “aquello” que tiene en la boca.

Me siento impotente de sujetar esa furia plateada, si bien me es ya indiferente lograr tocarla si deberé perderla: he conseguido hacer realidad un nuevo sueño y el desenlace que sea no quitará valor al episodio.

Anochece. 

Las carreras no cesan y mi brazo se cansa; cuando la tengo al lado mío, arranca con la misma potencia del principio. La estoy estresando más de lo conveniente, así que decido caminar lago adentro contra viento y marea para tratar de cortarla en cualquiera de sus poderosas carreras. En una de ellas pasa a la justa distancia de mi sacadera y, con presteza, acierto a meter su cabeza dentro del “chinguillo”, y digo “cabeza” porque es lo único que cabe en él: se queda casi toda su mole fuera de la red, pero resulta suficiente para poner punto final a las carreras. 

La llevo a la misma orilla sin sacarla del agua; en ese breve tramo sus coletazos dentro de la sacadera hacen vibrar todo mi cuerpo. 

La desanzuelo: compruebo que está prendida muy levemente por la comisura de sus labios, señal segura de que precipité la clavada; con pocas carreras más habría logrado soltarse. 

¡Nunca aprenderé!

Más serenos ella y yo, acaricio sus flancos con el dorso de mis manos hasta que alcanza su total relajación. 

Mide más de cuatro palmos, aproximadamente, y su diámetro es descomunal. 

Cuando la suelto permanece a mi vera como antes lo han hecho tantas otras: siento remordimientos por haberla molestado. 

Una vez más me regaño de no haber empleado un anzuelo sin punta, pero eso es una canción ya vieja, ¡viejísima! que siempre suena al tratar con verdaderas señoras. Me avergüenzo de mi hipocresía; no tengo salvación y un buen dios me castigará irremediablemente… 

Para expiar mi pecado le pido que en mi próxima reencarnación sea yo trucha para saber lo que es tener clavado “algo” en la boca mientras un viejo chocho tira y tira desde tierra.

Se aleja lenta, con serenos movimientos ondulantes: acuden a mi mente recuerdos del ayer. 

Lago adentro se detiene para mirarme: ¿será un adiós definitivo? Por mi parte nunca más volveré a pescarla ni llevaré a nadie para que la dañe, pero vendré a visitarla con la cámara de fotos en ristre: ¿por qué renunciar a tanta belleza? Es lo mismo que me sucede con las mujeres; en mi vejez me contento con mirarlas, ¿para qué más?

Sin peso, suspendido en el éter, monto en el patito para regresar al punto por el que entré al Lou Lake. 

Desinflo el flotador para transportarlo más cómodamente. 

Aunque casi me envuelve la oscuridad no resisto mirar la isla del encuentro antes de perderme en el bosque.

La subida por el cerro se hace suave porque parezco estar empujado por un motor poderoso. 

Tampoco noto si me arañan las ramas…

Cuando alcanzo el auto, ya noche cerrada, su recuerdo habrá de acompañarme todo el camino de regreso al hogar. 

¿Todo el camino “no más”? No, todo el resto de mis días. 

Hasta es posible que mi último pensamiento sea para volver a pedir perdón por haberla profanado en este Santuario que es mi Patagonia, paraíso que me ha sido dado por “alguien” para que pueda morir feliz en él.



Bambú.


Luis Antúnez.

3 comentarios:

  1. Paco Pepe Vázquez Cea29 de agosto de 2013, 14:05

    Querido Bambú, delicioso relato. Que añoranza, el Lou lake, con la isla que describes y ese precioso e interminable "flat" que nunca se acaba. Un fuerte abrazo.

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  2. Enviado por Alvaro Molero a mi correo...

    Paco,
    Yo que nunca me emociono, que nunca se me escapa una lágrima, hoy ese relato ha conseguido humedecer mis ojos.
    Muchas gracias por compartirlo

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  3. Paco Pepe, sí veo que recuerdas el Lou Lake y no sabes lo mal que lo pasé al no poder mostrarte alguna de aquellas joyas que por allí perduran. La culpa la tienes tú, y ahora te lo digo: tu calma para prepararte hizo que pasase la hora oportuna de pescar ese tramito. Deberíamos haberlo pescado un par de horas antes. Claro que el viento levantó las olas que perturban la visión, y eso allí es imprescindible: no se puede pescar al agua, sólo a trucha vista. Pero sé que has de volver; te espero. Abrazos.

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